En el hueco que quedó entre un par de azulejos rotos de la casa de los despojos vivía un anciano de nariz grande que poseía la riqueza más grande que se hubiera visto desde la mirada de Marco Polo.
Dentro de su viejo cajón con olor a recuerdos añejos guardaba todo tipo de instantes que malbarataba a quienes por destino o necedad necesitaban detener el tiempo que incauto pasaba frente a sus narices sin ninguna novedad.
Su lista de instantes era de una magnitud asombrosa:
-Instantes amargos con tiempo perdido para aquellos que les gusta sufrir sin remedio.
-Instantes amargos con raíces para aquellos que crecen con el sufrimiento.
-Instantes lúcidos para los que están cansados de la locura.
-Instantes sin sentido para los que están aburridos de la cordura.
-Instantes cautivos para los que han ganado la libertad.
-Instantes extraviados para los que por buscar no han encontrado nada.
-Instantes alegres para los que le han perdido el sabor a la vida.
-Instantes oscuros para los deslumbrados.
-Instantes de obstinación para los débiles de espíritu.
-Instantes de paciencia para los que han vivido esperando.
-Instantes de muerte para los que no han pensado en el infinito.
-Instantes de lágrimas para los que no tienen ojos.
-Instantes de vértigo para los insensibles.
-Instantes de gloria para los despojados.
-Instantes de luz para los opacos.
-Instantes de fe para los ignorantes.
-Instantes de asombro para los soberbios.
-Instantes de impavidez para los caóticos.
-Instantes de olvido para secar las lágrimas.
En fin, el vendedor de instantes le tenía miedo el tiempo. Buscó entre los restos de los instantes que nadie quiso uno para regalarse a si mismo, sabiendo de antemano que su tiempo estaba contado por una extraña enfermedad en sus recuerdos; así que se dispuso a buscar los pequeños frascos tomando entre sus manos con su último aliento una botellita con un bucle adentro y una etiqueta que decía.
“Instantes de sabiduría para los que han decidido malbaratar sus instantes”